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CAPÍTULO I
ENCUENTRA LA FELICIDAD EN UN JARDÍN, YA LO DECÍAN LOS CHINOS.
Me llamo Sylvie, soy ex urbanita, vivo en un jardín y llevo mil quinientos días limpia de dióxido de carbono, estrés y ansiedad.
Llegar a esto no ha sido fácil y como veréis a lo largo de esta historia hay primaveras e inviernos, orugas y mariposas… y muchísimos más bichos, algunos verdaderamente repugnantes con los que he tenido que lidiar. Aún con todo, mi estado actual es de absoluta felicidad y por eso, creo que merece la pena ser contado, no sin antes, haceros un par de advertencias:
– Si lo que buscáis es un libro de autoayuda, éste no lo es, porque soy yo la que os va a ayudar y no vosotros. Así que de autoayuda nada de nada.
– Y en segundo lugar, aunque se entrelaza mi experiencia con la de plantas, árboles y arbustos, sólo encontraréis aquí mi perspectiva pero si queréis, aunque os parezca increíble, también podréis llegar a obtener el testimonio de la porción de reino vegetal que me ha acompañado y lo sigue haciendo en este viaje de vida. Sólo hay que venir y observar.

El jardín.
El ser humano a lo largo de su historia siempre ha estado buscando la FELICIDAD, -así, con letras mayúsculas-, muchísimas veces en el lugar equivocado o de la manera errónea. Eso no es malo ya que lo importante es no cejar en el empeño de encontrarla. En mi caso, fue cuando cambié el asfalto por el musgo verde, húmedo y resbaladizo, cuando comencé a descubrir que había algo más que el propio “yo” que merecía la pena ser explorado y cuidado. Quién me iba a decir que hundiendo mis manos en la tierra me sentiría tan bien, que me haría más ilusión unas tijeras de podar que unos nuevos “Jimmy Choo” -pero muchísimo más-, o que elegir un abono sería una decisión de trascendental importancia y utilizarlo, ¿por qué no decirlo?, una experiencia excitante.
De acuerdo, me estoy pasando, pero no os digo ninguna mentira. Probablemente estéis pensando que estoy completamente loca o que a vosotros esto nunca os pasaría. Torres más altas han caído, hacedme caso y si sois padres, creo que me iréis comprendiendo mejor ya que la relación de un jardinero con su jardín y con los seres vivos que lo habitan es parecida a la vuestra con vuestros hijos. Disfrutas aliméntandoles, viéndoles crecer y ellos te devuelven multiplicado todo el cariño que reciben de ti… y por supuesto, como en las relaciones paterno filiales también te dan algún que otro disgusto y muchísimo trabajo para el resto de tu vida.
Como os decía al principio, fui una urbanita de pro, una amante del asfalto, una adicta al ruido permanente y a los atascos. Para mayor inri, hasta los cactus más resistentes se morían en mi habitáculo con mis incompetentes actuaciones. Por eso os decía, que no neguéis a la primera ni reneguéis a la segunda.

La Castellana, como nunca la vemos.
Descubiertas las lindezas del aire puro, de la compañía vegetal –de la más agradecida que hay, por cierto-, de la vida sana y rural en pleno campo y de un cierto aislamiento del mundo exterior, ya nadie me sacará de aquí. Cuando hablo de aislamiento no lo digo en plan ególatra e individualista tipo “zentai” sino un aislamiento para volcarte en otros seres vivos, de los cuales, os recuerdo, dependemos los seres humanos, como son las plantas. Que levante la mano el que no haya fantaseado alguna vez con este cambio. De acuerdo, sí, alguno la habrá levantado pero tiempo al tiempo y siempre hay una excepción que confirma la regla. Pero a mí no me engañáis, durante los fines de semana hay éxodos masivos al campo que funcionan a modo de pulmones depurativos para volver a enfrentarse cinco días más a la oficina. Y es que esas huidas os delatan queridos míos, esas pequeñas depresiones de domingo por la tarde anticipando vuestra imagen encerrados en una oficina que casualmente siempre es de color gris.
Yo, desde luego, no quiero que me lleven de vuelta al otro lado ni aunque sea con el juego de maletas completo de Louis Vuitton. Aquí soy de verdad feliz.

Haciendo la fotosíntesis una tarde cualquiera de febrero.
Sylvie Tartán.

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